Gladiadores del feed

Cuando el dial-up dejó de chillar y la banda ancha tomó el volante, apareció él, casi tan longevo como el tiempo mismo, empezando a asomar sus primeras falanges.
No hablo de Dios, sino de un gesto que viene viajando siglos y cambiando de máscara.

En Roma decidía destinos. En tu feed, decide si existís. Sutil.

Si, me refiero al pulgar arriba, el thumbs up, el like que, en 2007, Leah Pearlman lo bautizó primero “awesome”, algo honesto, y después paso a llamarse “like”, mas obediente.

El césar de nuestras eras en el coliseo de las redes.

Del circo romano al scroll infinito

Ese pequeño apéndice que parece insignificante que es el pulgar, funcionó durante siglos como un oráculo portátil de vida o muerte. Ahora nos sirve para scrollear.

En la arena del Coliseo, el dedo decidía la suerte de gladiadores empapados en sudor y sangre; en la pantalla de tu celular, decide si tu foto con filtro y caption irónico tomando un latte merece sobrevivir.

La constante es cruel, muy.

Siempre hubo un público hambriento de espectáculo, ya sea con toga en la gradería o con Wi-Fi en el café de especialidad de la cuadra.
Nos gusta pensar que la historia nos separa de la brutalidad romana, pero en el fondo seguimos igual de adictos a ver quién gana y quién es aniquilado en la arena pública, solo que ahora, en vez de gladius (espada romana) y escudo, peleamos con stories y hashtags.

Cómo?! Hollywood nos mintió?!

El mito hollywoodense siempre nos parece tan cómodo, tan confortable.
Según ellos, el pulgar arriba significa clemencia, pulgar abajo significa muerte. Corta.
Pero la historia nos escupe otra verdad: en Roma, levantar el pulgar era pedir sangre, y esconderlo en el puño era conceder misericordia.

Lo que hoy nos parece la cúspide de la validación positiva era, en su origen, la peor noticia posible.

En 1872, el pintor Gérôme, con su obra “Pollice verso”, clavó el mito en la retina colectiva: el Coliseo repleto, las vestales pidiendo muerte con el dedo hacia abajo. Una imagen tan poderosa que ni la erudición posterior pudo arrancar.
Desde entonces, Hollywood, Ridley Scott y todo el cine épico reforzaron la mentira porque, admitámoslo, era más fotogénica y adaptada a nuestra moral judeo-cristiana.

La ironía es que seguimos actuando bajo ese malentendido: creemos que un gesto simple refleja bondad o apoyo, cuando en realidad puede esconder la brutalidad más fría.

Un emoji prehistórico

Después de Roma, el gesto no desapareció: mutó. En la Inglaterra medieval, los arqueros usaban el pulgar para medir el “fistmele”, esa distancia que aseguraba que el arco estaba listo para soltar muerte a distancia. Una especie de “todo listo para pudrirla”.

Avanzamos a Velázquez y su obra “Almuerzo”: un pulgar apenas asomando en medio de una escena cotidiana, interpretado por algunos como señal de buen ánimo.
Nada extraordinario, salvo que en retrospectiva podemos verlo como el primer emoji incrustado en óleo.

Así, el gesto se camufló durante siglos: a veces religioso, a veces guerrero, a veces cortesano. Pero lo esencial se mantuvo: un dedo que dice “todo bien” aunque alrededor arda Troya. Y eso lo preparó para su destino final: convertirse en icono global cuando los circuitos digitales necesitaron un lenguaje universal para aprobar o descartar en fracciones de segundo.

El Zuckerberg moment

El siglo XX lo consagró en las trincheras, en los aeródromos y en las rutas con la gente que viaja a dedo, haciendo auto-stop. Pero el salto definitivo llegó entre 2007 y 2009, cuando Leah Pearlman, empleada de Facebook, transformó el pulgar en interfaz.

Tras años de dudas y vetos de Mark (“awesome” sonaba demasiado adolescente, “love” demasiado cheese), apareció el veredicto: “Será like, con un pulgar arriba, fin de la discusión”.

Así nació la máquina perfecta de validación. El gesto milenario se incrustó en el código y se volvió moneda de cambio en la economía de la atención.
Lo fascinante es que fue diseñado como simplificación: evitar comentarios repetitivos como “genial” o “felicidades”.
Pero ese atajo terminó moldeando toda una cultura digital. Lo que era un clic inocente se transformó en el termómetro de tu relevancia social.

El pulgar dejó de ser humano y pasó a ser algoritmo, con el poder no ya de perdonar o matar, sino de visibilizar o sepultar tu yo digital.

Dopamina, FOMO y ansiedad

Y ahí entramos nosotros, la generación 1985-1995, los últimos que conocimos el mundo analógico y los primeros hijos que fuimos devorados por el Saturno digital.

Pasamos de hacer llamadas en un teléfono fijo a medir nuestra valía en números sobre una foto.

El like fue el experimento perfecto para hackear cerebros: cada notificación activaba el núcleo accumbens, la misma zona que responde al chocolate o a la guita, la platita.

Una droga gratis, instantánea y siempre disponible. Y como toda droga, desarrollamos tolerancia: los primeros likes calientan el corazón, pero pronto hacen falta decenas, luego cientos, para sentir algo. Cuando no llegan, la resaca: inseguridad, frustración, ansiedad. Y entonces aparece el FOMO, el miedo a no estar en la fiesta que otros transmiten en tiempo real. Abrimos compulsivamente el feed no por placer, sino para no sentirnos excluidos. Así se nos fue forjando el yo virtual: entre el subidón químico y la caída emocional.

Capital social de plástico

Las redes nos vendieron más conexiones que nunca. Cientos de “amigos”, miles de “seguidores”.
Pero la mayoría son vínculos líquidos, relaciones sin sustancia diria Kase O.

Saludos de cumpleaños en muros públicos, reacciones a stories, interacciones de baja intensidad. Sociológicamente, parece un aumento de capital social: más contactos, más alcance, más oportunidades. En la práctica, es capital de plástico: reluciente pero frágil. Y en paralelo, la privacidad implosionó. Lo íntimo se volvió contenido, lo cotidiano se transformó en performance. No viajamos, posteamos viajes. No salimos, generamos stories. La vida real se subordinó a su representación digital y el pulgar se convirtió en el árbitro final de esa teatralidad.

Cada like no es solo un clic: es la confirmación de que la obra funcionó, que seguimos siendo visibles, que no hemos desaparecido en el pozo negro del anonimato digital.

El pulgar arriba es el ejemplo más perfecto de cómo la humanidad convierte un símbolo en dogma. Lo que empezó como señal de violencia ritual, se convirtió en señal de validación social y, finalmente, en droga digital.

La ironía histórica es brutal: un gesto que en Roma podía significar “mátenlo” hoy significa “seguís en el feed”. Pero, ¿qué cambió realmente? Seguimos midiendo nuestra existencia en base a la mirada de los demás. Solo que ahora esa mirada está mediada por una pantalla, empaquetada en notificaciones push y cuantificada en números rojos.

El like es el césar digital: sin toga, sin espada, pero con servidores y ancho de banda. Y nosotros, gladiadores 2.0, seguimos levantando el pulgar y, a la vez, rogando que alguien lo levante por nosotros.